El pasado domingo 9 de agosto, los bielorrusos acudieron a votar. Horas después de que a las 20:00 cerraran los colegios electorales y se diera oficialmente por ganador a Alexander Lukashenko con el 81,3% de los votos, la policía empleaba cañones de agua contra los manifestantes que se concentraban en la capital del país, Minsk, entre acusaciones de fraude electoral por un resultado que, según la Comisión Electoral Central, dejaba a la candidatura de Svetlana Tijanovskaya con apenas un 8% de sufragios pese a contar con una participación superior al 80%.

El pulso al régimen de Lukashenko se ha redoblado desde entonces, con multitudinarias manifestaciones diarias que han dejado imágenes de calles anegadas por miles de personas que evidencian que los bielorrusos han cruzado el Rubicón. Una ciudadanía que se ha rebelado azuzada por la pésima gestión de la pandemia del COVID-19 y la falta de escrúpulos a la hora de manipular los resultados electorales en una revuelta que, por más que le pese al dirigente bielorruso, es endógena.

Dos semanas después de las elecciones, centenares de miles de personas acudieron a la llamada Marcha por la Libertad y volvieron a concentrarse en Minsk exigiendo la repetición de las elecciones, mientras que Lukashenko, ante informaciones que señalaban que había sido evacuado del Palacio de la Independencia por la presencia de manifestantes, se dejaba ver volviendo al complejo ataviado con un chaleco antibalas y fusil en mano.

Lukashenko pierde el control

Bielorrusia ha vivido bajo el férreo régimen de Lukashenko desde 1996. Este ex miembro del Partido Comunista, que se opuso a la disolución de la URSS, ha gobernado con mano de hierro el país desde 1994. La Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) no ha reconocido ninguno de los procesos electorales celebrados en el país desde entonces.

Sin embargo, en apenas unas semanas Lukashenko ha perdido el control del país. ¿Qué ha ocurrido? Los analistas señalan al hartazgo de una población, azuzada por la corrupción y la falta de oportunidades, que ha visto cómo la gestión de la pandemia —ha sido uno de los pocos países del mundo que no ha adoptado medidas excepcionales y el presidente llegó a proponer combatir el virus con vodka— mostraba la lejanía de su presidente de la realidad.

A ello se suma el espíritu lanzado por Tijanovskaya, esposa de un opositor detenido que, como reacción, decidió concurrir ella misma a las elecciones acompañada por otras dos mujeres también cercanas a opositores represaliados, Veronika Tsepkalo y Maria Kolesnikova. El apoyo popular que habrían recibido no se reflejó en los resultados electorales del 9 de agosto y miles de personas dijeron basta. La dura represión de dichas protestas, con miles de detenidos en todo el país, terminó de prender la mecha a un levantamiento popular al que se han sumado militares, policías, deportistas y sectores económicos completos declarados en huelga.

Lejos de recuperar el control del país mediante la fuerza policial, Lukashenko se ha visto obligado a mirar hacia Moscú en busca de ayuda. ¿Actuará Rusia en Bielorrusia? Los analistas ven cada día más claro que sí, aunque no es fácil atisbar cómo y en qué dirección lo hará.

Bielorrusia tiene frontera con tres estados miembros de la OTAN y de la Unión Europea, además de con Ucrania y con la propia Rusia. Una intervención directa a favor de Lukashenko por parte del Kremlin podría conllevar una reacción anti-rusa y pro-Occidente en una sociedad, la bielorrusa, que no mantiene una postura contraria a la influencia de Moscú, además de dar argumentos a la propia oposición interna a Putin en Rusia.

Algunas voces señalan como posibilidad una caída controlada de Lukashenko, pero teniendo siempre claro el objetivo de no permitir que Minsk mire hacia Occidente. Sea como fuere, Moscú no puede permitirse que la situación en Bielorrusia encalle; varias voces han apuntado ya al envenenamiento del opositor ruso Alexander Navalny como una muestra del nerviosismo del Kremlin ante un posible efecto llamada a la protesta social dentro de sus fronteras.

Narrativa anti-Occidente

La intervención rusa se da por hecho pero, mientras se dilucida hacia dónde, desde Moscú, y en correlación desde Minsk, se está moviendo ficha para enfatizar la narrativa de una amenaza real proveniente de Occidente y de la OTAN con el objetivo de, en última instancia, acusarles de injerencia al alentar el levantamiento popular en Bielorrusia. Al tiempo, en los últimos días se están viendo manifestaciones de apoyo a Lukashenko en las que se exhiben símbolos de la época comunistaque inciden en dibujar la separación con Occidente.

En este contexto, los analistas advierten además de la posibilidad de una acción militar en la frontera con Lituania. Una acción pequeña que permita distraer la atención, rebajar la tensión interna de Bielorrusia y azuzar el mensaje de amenaza de Occidente para los bielorrusos y los rusos.

¿Por qué Lituania? Porque su ministro de Exteriores es el que ha liderado las voces contra Lukashenko y a favor de los manifestantes, porque es donde se ha refugiado la opositora Tijanovskaya y porque, Kaliningrado mediante, es un foco de tensión continua con Moscú. A favor de este escenario juega la debilidad de la Unión Europea en política exterior y la crisis interna que vive ahora mismo la OTAN, con varios de sus miembros —Turquía, Grecia y, en menor medida, Francia— al borde de un conflicto que podría suponer la mayor amenaza para la Alianza Atlántica en las últimas décadas.

En este contexto, Bielorrusia ha irrumpido en el escenario geopolítico y geoestratégico europeo con fuerza. Una disrupción que puede alterar aún más el futuro inmediato de la UE y del ámbito económico europeo interno y externo. Los años recientes ofrecen distintos ejemplos de cómo las tensiones de Rusia con algunos países del Este (Ucrania o Georgia, por poner sólo dos ejemplos) tuvieron una repercusión inmediata en el abastecimiento de gas a Europa. Un contexto aún más delicado si cabe por la inestabilidad creciente del Mediterráneo, la otra vía de llegada de energía hacia la UE.